Abc. OPINIÓN. SÁBADO 20-1-96
El ángulo oscuro
UMBRAL 652
Juan Manuel de Prada
Madrid es una ciudad situada a 650 metros sobre el nivel del mar, y Francisco Umbral es el ángel que la sobrevuela, encaramado en los palomares de su prosa, arrojando una lluvia de metáforas que descienden lentamente como estrellas de fuego o semillas de un veneno dulce. Madrid es una ciudad situada a 650 metros sobre el nivel del mar, en su atalaya de cláxones y cemento, y Umbral es un anticiclón que viene de no se sabe dónde, calentando con su prosa el asfalto. Madrid es una ciudad situada a 650 metros sobre el nivel del mar, y Umbral es ese arquitecto que ha sabido levantar con palabras un espacio mítico sobre los escombros de la geografía municipal. Madrid es una ciudad situada a 650 metros sobre el nivel del mar, y Umbral es mi profesor de energía, mi amigo y maestro. Ya está, tenía que decirlo.
Lo leí por primera vez hace diez años, en el mareo de la pubertad, y ya quedé para siempre estremecido, porque me di cuenta que la literatura se había hecho carne entre mis manos, en aquel libro que se titulaba «El hijo de Greta Garbo», una novela de lirismo y evocación. Crecí, inevitablemente, y los maestros de mi adolescencia fueron quedando enterrados entre la hojarasca del olvido, mientras Umbral se engrandecía y respiraba a mi espalda con respiración de fragua, como un inmenso bosque en llamas. La literatura tenía algo de bosque y algo de llama, yo iba explorando sus caminos de la mano de Umbral, por cuyas venas fluía una sangre mezclada de tinta que alimentaba su corazón, pero también el mío. Cuántas veces escuché, mientras lo leía o releía, el crecimiento arborescente de mi vocación. Éramos sacerdotes de una misma liturgia, oficiantes de una religión tan antigua como el mundo.
Un día conocí y me atreví a saludarlo, a pesar del temblor que anidaba en mi garganta. Era grande como un dios pagano, y me tendió una mano exhausta, como de pianista que ha tocado las teclas del lenguaje. Francisco Umbral tenía cabeza de cíclope, melenas de ceniza, cuerpo de álamo, mirada atrincherada de dioptrías, voz subterránea y discursiva. Hablaba con calidad de página y era generoso sin ostentación. No recuerdo nuestro diálogo, tan sólo recuerdo que tuve la impresión de haber agotado un peregrinaje; tenía ante mí al hombre que mejor había domesticado el idioma, a ese escritor inagotable por cuya sangre habían circulado todas las literaturas del mundo.
Umbral ha elogiado mis libros, me ha brindado su amistad, ha escuchado mis cuitas, me ha recibido en su dacha a la caída de la tarde, cuando el sol incendia el jardín tupidísimo, en un torbellino de amistad. Ahora me ha pedido que diserte sobre su última novela, «Madrid 650», en la Fnac de Callao, ese laberinto de escaleras automáticas y megafonías. Todavía no sé qué palabras emplearé, todavía me debato entre el estupor y la cobardía, y lo llamo por teléfono, de vez en cuando, para comprobar que está seguro de su elección. Escucho su voz subterránea, emitida desde 652 metros sobre el nivel del mar, y me apaciguo. Definitivamente, lo amo.
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